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“Se va introduciendo en nuestro cementerio un gusto exquisito…” Esta valoración de un diario valenciano, a mediados del siglo XIX, refleja algo más que la simple evolución cuantitativa de un espacio como el Cementerio General de València.
Es la prueba de una decidida voluntad de distinción por parte de las más pudientes capas sociales, por hacer de la tumba, del panteón, no sólo un lugar de referencia de la estirpe familiar, sino también una muestra del arte del momento. O, al menos, de esos usos arquitectónicos y escultóricos que tienen, en la pública exhibición del recuerdo familiar, su lado más paradójico.
Lo íntimo del dolor y del reconocimiento se nos desvela sublimado bajo la forma que le dan los mejores artistas. Y así, se va construyendo un Museo, inadvertidamente, silenciosamente, producto del vivir y del morir, el Museo del Silencio. Ésta es su historia.